martes, 14 de octubre de 2014

Diez años de felicidad inapreciada

Pensaba que yo era la chica que todos amaban, respetaban y querían. Me llamo Mollie Davis y tenía solamente 10 años cuando mi mundo cambió completamente.

Yo era la hija única de unos señores muy ricos. Quizás uno de los más ricos de EE.UU. Vivíamos en una casa inmensa de tres pisos, un jardín llena de rosas, violetas, jazmines, azucenas, de copihues (solia llamarlas "flores entristecidas" debido a la forma que tenían) y de hibiscos, mis flores preferidas. La cocina, el salón y cualquier otra habitación donde los invitados podían acceder se encontraba en el primer piso. La habitación de mis padres y sus oficinas se situaban en el segundo piso y finalmente, en la tercera planta se hallaba mi habitación y una habitación aparte donde guardaban mi ropa, en otras palabras, mi ropero. Me despertaba y me dormía con mis muñecas, mis ponis y mis peluches, y rodeada por retratos míos que habíamos sacado en un estudio el día antes de mi cumpleaños. Ahí me encontraba cada mañana, jugando con estos hasta la hora que Mariluz, la criada que me llevaba hasta el comedor, tocara la puerta. En la mesa del comedor se sentaban mis padres con el periódico matutino, y me hincharían llenaban los mofletes de besos. Me servían cereales, frutas, chocolate caliente, pancakes, churros, y todo lo que quería, mientras los diez criados solían quedarse en un lado del comedor, preparados para obedecer cualquier orden.

Tras desayunar, Mariluz me llevaba a cambiarme, y después, al cole. Mis padres me conducían llevaban cuando podían, pero en otros casos, el chófer me llevabase encargaba. La gente me conocía y me saludaba desde la ventana mientras me llevaban a la escuela, pero no les saludaba, salvo si eran mis amigas o si eran los amables amigos y amigas de mis padres.

Cada tarde, al llegar a casa, siempre me encontraría con algunas de mis madrinas o compañeros de mis padres. Siempre se quedarían hasta las seis para charlar y para cotillear, y me llevaban un regalito con una sonrisa acogedora, lo cual pensé que sería muy agradable y encantador de su parte. Las visitas y los regalos continuaron todos los días, hasta que se convirtió en un hábito que apreciaba menos y menos pero que recibía con alegría. Desde entonces pensé que todas las personas eran muy simpáticas e inclusó creí que eran incapaces de hacer cualquier cosa que perjudicase al otro, y lo deducía por las sonrisas que me daban y por los regalos. Así vivía yo la vida hasta los diez años. Era una chica vulnerable e inocente.

Un día, de camino al colegio, cuando mi madre se paró en el semáforo que había cerca de casa, me asomé a la ventana no porque me estuvieran saludando otra vez, sino porque reconocía la espalda de una señora familiar. Anduvo llorando con un crío de aproximadamente dos años. Aquella persona jadeaba y de vez en cuando se giraba, como si estuviera huyendo de algo o alguien. Mi madre aceleró cuando el semáforo indicó verde, y me permitió verle la cara. Era Mariluz, y al verme comenzó a mover los labios, como si estuviera diciéndome algo. Al principio no capté lo que quería decirme dado que las ventanas estaban cerradas e impedían que cualquier sonido lo penetrase se oyese, pero tras quedarme embobada durante dos o tres segundos, me di cuenta de que sus labios decían “¡AYUDA!”. Yo la ignoré y me volví a sentar mirando hacia delante, y pretendí no saber nada sobre lo que acababa de ver.

Al día siguiente me desperté y jugué con los juguetes hasta que Mariluz tocara la puerta, pero en ningún momento apareció. Bajé al comedor por mi cuenta encontrándome con el desayuno en la mesa y el periódico sin mis padres.

El chófer me llevó a la escuela, y mientras pasábamos por el semáforo donde vi a Mariluz por última vez me acordé de ella y del niño o niña que tenía en sus brazos.

Aquella tarde llegué a casa sin ver a mis padres. Me cabreé enfadé/molesté porque pensé que ni se molestaron en verme por la mañana, llevarme al cole o por lo menos recibirme cuando llegase a casa. Pero aquel enfado de repente de transformó en el miedo cuando escuché una pistola disparar cerca. En aquel momento supe que no se trataba de la pistola que se había comprado el vecino la semana pasada para cazar zorros sino en de una pistola que percibí que estaba cerca, debido al gran sonido estruendo que causó tras ser disparada. Intenté seguir el ruido que provocó, y a medida que me acercaba, podía distinguir una risa maligna y unas voces de personas llorando. Asomé el ojo derecho en el agujero de la llave y vi a un señor que conocía. Quizás era uno de los amigos de mis padres que solía visitarnos, pero esto era lo que me importaba menos. Encontré a mis padres arrodillados ante él, y cuando el señor elevó el brazo para arremangarse, mis pupilas se estrecharon tras ver la pistola que sujetaba en una mano. Sin pensar que me podía dañar, abrí la puerta, y sentía el corazón latir fuerte y rápido. Pensé que se me podría escapar del pecho en cualquier instante. El hombre se dió una vuelta de 90º lentamente y me miró con una mirada que intentaba decirme de que estaba en un gran peligro. Miré a mis padres. A mi madre se le escapó una lágrima y mi padre me miró pero se volvió a fijar en aquel hombre, desesperado. Por la manera que le miraba se podía notar la furia, el gran peso en el pecho que guardaba de la rabia, y las ganas que tenía de levantarse para empujarle, pegarle, o de hacer cualquier cosa para apartarle de mí. El hombre levantó el brazo izquierdo y me apuntó con la pistola. Mi madre pegó un grito e inmediatamente, aquel ser diabólico se volvió a girar hacia mis padres y les dió un tiro a cada uno. Mi padres me miraron y la sangre empezó a derramar brotar/salir  de sus labios. Desde  Entonces no comprendí hasta qué punto aquello afectaría a mi vida y a mi visión del mundo.


Tras el incidente, el asesinato fue la noticia principal de todos los periódicos. Mis amigas no me visitaron, y mis madrinas ya no solían verme cada tarde como siempre, y la gente ya no me saludaba desde la ventana. Desde entonces la realidad me abofeteó en la cara. Las personas no fueron como yo pensaba que eran. Eran todo lo contrario. Y solo se acercaban si tenías algo que a ellos les interesaba. Pero también aprendí a apreciar más las pequeñas cosas. Porque aquellos simples elementos podían ser capaces de hacerte la persona más feliz. Hay un dicho que dice “no sabes lo que realmente tienes hasta que lo pierdes”, y aquí estoy ahora, ingresada en un manicomio escribiendo esta pequeña historia.

1 comentario:

  1. Bastante bien escrita e interesante. Hay un problema de equilibrio en la narración: más de la mitad del texto, 4 párrafos, te dedicas a contar una historia excesivamente almibarada de una infancia feliz; luego el ritmo se hace demasiado precipitado y quedan muchos interrogantes sobre Mariluz y sobre el asesino y sobre por qué dejan de tratar a la niña con la consideración que antes le tenían. finalmente no se justifica el motivo por el que termina en el manicomio.

    ResponderEliminar

Gracias por participar en esta página.